Un Mensaje a la Conciencia
«La vida está en la sangre»
por Carlos Rey
El ataque fue rápido y sorpresivo. Los atacantes eran hombres armados de machetes. Juana Garrido del Ángel, valiente mujer, se defendió como pudo. Era el 20 de mayo de 1983, en Ciudad Madero, Tamaulipas, México. Al intentar defender su cabeza de uno de los golpes, Juana levantó la mano.
La afilada hoja del machete no le dio en el cráneo, pero sí le seccionó la mano izquierda. Juana no se inmutó. Recogió la mano del suelo, la envolvió en su chal, y se dirigió con la mano cortada al hospital civil de la zona.
Allí no pudieron hacer nada por ella. Así que Juana fue al Hospital Zonal del Instituto Mexicano del Seguro Social. Y a pesar de que habían transcurrido 48 horas desde el ataque y que por consiguiente la mano estaba prácticamente muerta, el cirujano Manlio Calogero Speziale realizó un milagro quirúrgico: le suturó la mano con tanta pericia que la salvó. En cuatro meses más, la mano le sería otra vez tan útil como lo era antes.
He aquí otro milagro, esta vez por concepto de la restauración de miembros amputados, realizado en México por un maestro cirujano. Cuando la sangre de Juana volvió a correr por las venas y las arterias de la mano, la mano recobró la vida. Y con el tiempo y un poco de paciencia, esa mano volvería a ser como antes, y del ataque sólo quedaría como recuerdo una leve cicatriz.
La vida está en la sangre. Cuando ese líquido maravilloso, obra maestra de la creación y no de la evolución, corre por nuestras venas y arterias, tenemos vida. Sin sangre, nuestro cuerpo no es más que cadáver reseco. En cambio, cuando tiene sangre, tiene vida, pensamiento, calor, amor, fuerza e inteligencia.
Es por esa cualidad de la sangre, la de ser la vida que corre raudamente en los organismos, que Dios le dijo al pueblo de Israel por medio de Moisés: «La vida de toda criatura está en la sangre. Yo mismo se la he dado a ustedes sobre el altar, para que hagan propiciación por ustedes mismos, ya que la propiciación se hace por medio de la sangre».1
La sangre que derramó Dios, sangre pura que vertió para expiar nuestros pecados y así salvarnos de la muerte, es la sangre de su Hijo Jesucristo, Dios hecho hombre. Es por esa sangre que Cristo derramó en la cruz del Calvario que todos los que creemos en Él recibimos vida.
Dios se hizo hombre en la persona de Jesucristo. Por las venas de Cristo, debido a su condición de hombre, corría sangre. Y esa sangre, igual a la nuestra, es vida espiritual para cada uno de nosotros. Si nos apropiamos de ella, creyendo en el Señor Jesucristo y en su muerte expiatoria por nosotros, seremos salvos.
1 Lv 17:11