Un Mensaje a la Conciencia
de nuestro puño y letra
El amor que parte de una decisión
Por Carlos Rey
«El nombre que me dio mi padre es Walimai, que… quiere decir viento…. Dicen que en los años anteriores a mi venida al mundo no nacieron suficientes hembras en nuestro pueblo y por eso mi padre tuvo que recorrer largos caminos para buscar esposa en otra tribu. Viajó por los bosques, siguiendo las indicaciones de otros que recorrieron esa ruta con anterioridad por la misma razón, y que volvieron con mujeres forasteras. Después de mucho tiempo, cuando mi padre ya comenzaba a perder la esperanza de encontrar compañera, vio a una muchacha al pie de una alta cascada, un río que caía del cielo. Sin acercarse demasiado, para no espantarla, le habló en el tono que usan los cazadores para tranquilizar a su presa, y le explicó su necesidad de casarse. Ella le hizo señas para que se aproximara, lo observó sin disimulo y debe haberle complacido el aspecto del viajero, porque decidió que la idea del matrimonio no era del todo descabellada. Mi padre tuvo que trabajar para su suegro hasta pagarle el valor de la mujer. Después de cumplir con los ritos de la boda, los dos hicieron el viaje de regreso a nuestra aldea.»1
Esta admirable viñeta de los Cuentos de Eva Luna, escritos por la popular novelista chilena Isabel Allende, tiene un marcado parecido a dos historias de la Biblia. La primera de ellas trata sobre el patriarca Isaac, cuya esposa, a quien escogió su criado en un viaje, tuvo que tomar la decisión de volver con él para casarse con un hombre a quien jamás había visto. A diferencia del padre de Walimai, el criado tuvo joyas preciosas y vestidos costosos para obsequiarles a la novia escogida y a sus familiares,2 mientras que el pobre indígena del cuento tuvo que trabajar para su suegro a fin de ganarse a la mujer. Pero es eso precisamente lo que nos lleva a la segunda historia bíblica, pues en ella el patriarca Jacob, hijo de Isaac, también tuvo que trabajar para su suegro —catorce años en total— a fin de que éste le entregara como esposa a su hija menor.3
Lo que tienen en común este cuento de Isabel Allende y la historia de Isaac es que los novios no tuvieron la oportunidad de conocerse ni de enamorarse antes de contraer matrimonio, y sin embargo, como suele suceder en esos casos, parece que tuvieron un matrimonio feliz. Si bien es cierto que esta noción no es nada popular en el mundo occidental en la actualidad, de todos modos corresponde a un modelo bíblico de amor que sí debiera ser popular: el amor que parte de una decisión irrevocable y se nutre de ella y del esfuerzo que acompaña a esa decisión para seguir amando hasta la muerte. Cristo nos ama a nosotros a pesar de lo pecadores que somos, y nos invita a que correspondamos a ese inmerecido amor.4 No importa si hasta ahora no lo hemos conocido y por eso no nos hemos enamorado de él, porque conocerlo es amarlo. Aceptemos, pues, su invitación, y preparémonos para viajar con Él de regreso a su hogar.
1 Isabel Allende, Cuentos de Eva Luna (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1997), pp. 113‑14.
2 Gn 24:1‑67
3 Gn 29:14‑28
4 Ro 5:8
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