Un Mensaje a la Conciencia
Juntos en el sepulcro
por Carlos Rey
Un hombre borracho y perverso tenía un hijo que, a pesar de los esfuerzos de la madre por guiarlo por el camino del bien, se dejó arrastrar por toda suerte de vicios y malas compañías. El joven llegó a ser uno de los peores criminales de su tiempo. Cuando cometió un horrible asesinato, lo juzgaron y lo condenaron a muerte. Su madre, ya viuda, sufría más que él por esa situación. Los miembros de la sociedad en que vivía se sintieron satisfechos por la sentencia, pues pensaron que se había hecho justicia.
Sin embargo, la madre no desmayó. Al contrario, solicitó un indulto, pero le fue negado. Cuando fusilaron a su hijo, ella pidió su cuerpo, pero no se lo entregaron porque era costumbre enterrar a los ajusticiados en el patio de la cárcel.
Aquella madre pasó muchos años haciendo memoria de su hijo. Recordaba su sonrisa, su melodiosa voz de niño y su inocencia infantil, pero nunca llegó a aceptar que era un criminal. Lejos de eso, antes de su propia muerte la fiel y abnegada madre pidió que la sepultaran junto a su hijo en el patio de la cárcel. Y en honor a su lealtad y su amor de madre, le concedieron su petición.
En este mundo no hay amor como el amor de una madre. Ella lo sufre todo por su hijo. Aunque él sea rebelde, ella le muestra cariño. Aunque sea perverso, ella le brinda su amor. Y aunque la sociedad lo juzgue y lo condene, ella tiene siempre la esperanza de que su hijo se volverá de su mal camino.
Con todo, el amor de la madre no puede compararse con el amor de Dios. La madre quiere tanto a su hijo que hace caso omiso de su maldad para seguir amándolo, y hay momentos en que no quiere siquiera saber el monto de sus maldades. En cambio, Dios está tan consciente de lo vil que es nuestro pecado que, en vez de hacer caso omiso de él, da su vida en nuestro lugar para salvarnos de las terribles consecuencias de ese pecado y ofrecernos vida eterna. «Porque tanto amó Dios al mundo —dice el Evangelio según San Juan—, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna.»1
Así como la madre del joven criminal de nuestra historia, Dios también se hizo sepultar entre los malvados2 a fin de identificarse con un ser querido en medio de una prisión. Pero en el caso de Dios no era por un solo ser querido sino por toda la humanidad, ni era la prisión de un solo lugar sino de este mundo pecador. Porque mediante la muerte Él se identificó con todos nosotros en nuestro pecado a fin de darle muerte simbólica a ese pecado para que también pudiéramos resucitar con Él y así disfrutar de la vida eterna que vino a darnos.
1 Jn 3:16
2 Is 53: